La
falacia de los derechos sociales,
por Javier Infante.
No existe tal cosa como la educación,
la salud o la vivienda gratuita. Alguien siempre tendrá que pagar por ellas.
En nuestra agenda pública actual, la
mejor falacia es sin duda aquella que ha comenzado a elaborarse en torno a los
mal llamados “derechos sociales”. Porque no existe tal cosa como un “derecho
social”. El régimen de derechos afecta únicamente a ciudadanos individuales, y
tiene por causa precisamente el proteger al individuo de los abusos de sus
pares individuales o de la sociedad dispersa –sociedad civil- u organizada –el
Estado-. En consecuencia, un “derecho social” carecería de sujeto. Por el
contrario, si yo hago valer –incluso junto a un grupo de amigos o gremio-
alguna garantía civil, lo hago a título personal, variando únicamente el
recurso –acción individual o colectiva- para exigir la misma, quedando en
consecuencia bien definido el sujeto de derecho.
La generalidad que subyace a cualquier
“derecho social” da cuenta de que no se trata realmente de un derecho, sino de
un mero deseo o expectativa planteada al Estado y la Constitución: educación,
salud, vivienda, un medio ambiente limpio, etc. Todo mediante eslóganes
pegajosos que no se pueden sostener ni justificar con ningún argumento sólido
desde el punto de vista intelectual y práctico.
Pero la realidad es muy distinta. No
existe tal cosa como la educación, la salud o la vivienda gratuita. Alguien
siempre tendrá que pagar por ellas. Si el Estado se transforma en el prestador,
tendrá que echar mano a los fondos públicos. Otra falacia. No hay tal cosa como
recursos naturalmente públicos. El Estado, por definición, no crea riqueza.
Simplemente distribuye lo expropiado a los ciudadanos. Es decir, quita a algunos
mediante el uso de la fuerza –por algo son “impuestos” y no “voluntarios”- y da
a otros que en nada contribuyeron a la creación de ese valor expropiado.
Como todos somos ciudadanos, a todos
nos quita para luego asignarnos nuestro beneficio, conservando, obviamente, una
pequeña –o no tanto- comisión a modo de intermediario. El Estado es el mejor
comisionista en el mercado (¿lucra el Estado?).
¿No sería más lógico evitar al
comisionista? ¿No resulta más adecuado que aquellos que crean valor y se
esfuerzan por conseguir su individual visión de la felicidad lo hagan sin
perturbaciones ni interferencias?
Es cierto que aquello deja un vacío en
torno a las personas que no pueden realizar ni aun sus necesidades más básicas.
Pero mi argumento no va contra el cuidado social mínimo y subsidiario de los
más débiles. Va contra la falacia de la universalidad de lo gratuito como una
especie de maná sin costo ni límite alguno. Va contra la promesa de felicidad
instantánea y, lógicamente, sin esfuerzo.
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