El debate
tendiente a dar solución al conflicto mapuche debería tener presente sus datos
históricos -los fidedignos-, en cuanto explican su intrincado y complejo
desarrollo. La imposición de fórmulas de arreglo sustentadas en eslóganes de
raíz ideológica, desapartados de esta realidad, solo nos hará estrellarnos
nuevamente en la ineficacia y el agravamiento de la tensión imperante. Una y
otra vez, en efecto, se ha recurrido a la entrega o "devolución" de
tierras como el eje de la solución rectificadora, y aun cuando hoy mismo se
admite por la autoridad la variedad de factores que condicionan la pobreza dura
de un sector significativo, aunque minoritario, de la etnia mapuche de la VIII
y la IX Región, el corazón de los planteamientos Gubernamentales sigue estando
situado en la compra de tierras por el Estado para su posterior dación a las
comunidades.
Los indígenas que a fines del siglo XVIII y a principios del siguiente
habitaban entre los ríos Biobío y Toltén tenían una economía de subsistencia,
basada en la caza y en la recolección, con una agricultura muy rudimentaria y
carente de técnicas, lo que explica que los asentamientos de las agrupaciones
familiares (rehues y ayllarehues) fueran muy precarios y tuvieran una gran
movilidad. La principal preocupación de los Gobiernos de la República fue la
colonización de los terrenos baldíos existentes en el país. Una Ley de 1845
autorizó al Ejecutivo para establecer colonias de chilenos y extranjeros en
6.000 cuadras de tierras Fiscales al norte del río Copiapó, al sur del río Biobío
y entre ambos ríos. Otra Ley, más general, se promulgó en 1851. Bajo sus
disposiciones se inició el establecimiento de colonos alemanes en Valdivia.
La colonización con extranjeros puso en primer plano un problema que preocupaba
ya a los primeros Gobiernos republicanos, la civilización de los descendientes
de pueblos indígenas, herencia del debate dieciochesco sobre la política que
debía adoptarse respecto de ellos: separación o integración. La introducción de
no indígenas en lo que después fue la Provincia de Arauco, con su secuela de
ocupaciones fraudulentas de tierras, produjo honda inquietud entre los
aborígenes, con escaramuzas, tentativas de incendios, movimientos de tropas y
permanentes alarmas entre 1853 y 1858. Una Ley de 1866 autorizó al Presidente
de la República a "fundar poblaciones en los parajes del territorio de los
indígenas que aquél designare", debiendo adquirir el Estado los terrenos
de particulares que se estimare conveniente para eso. La Ley disponía,
optimistamente, auxiliar a los indígenas que quisieran avecindarse en las
nuevas poblaciones.
Reconociendo la Ley que la libre instalación en el territorio araucano de gran
número de chilenos había causado graves problemas en torno a la propiedad de
las tierras, diseñó un mecanismo para aplicar en La Araucanía las normas sobre
dominio de inmuebles del Código Civil. Para ello dispuso "deslindar los
terrenos pertenecientes a los indígenas", generando así títulos de dominio
y registro Conservador de la propiedad, con planos de las posesiones asignadas
"a cada indígena o a cada reducción", y reputándose "como
terrenos baldíos y, de consiguiente, de propiedad del Estado", las tierras
no asignadas y aquellas respecto de las cuales no se hubiera probado una posesión
continuada y efectiva de al menos un año. Se aplicó así, a grupos humanos que
se desplazaban por extensos territorios, el esquema de separación residencial
concebido en el siglo XVI para proteger, en Chile norte y central, las tierras
de indígenas que, según las políticas implantadas por el imperio inca, tenían
una residencia fija.
¿Dónde surge el problema mayor? En que el terreno asignado a un indígena y a su
descendencia o a una reducción, y a la descendencia de sus integrantes,
constituía jurídicamente una comunidad. Como es obvio, al pasar los años y
aumentar el número de los comuneros, la limitación de los terrenos obligó a
numerosos indígenas a emigrar a las ciudades. Y, en contra de lo que
habitualmente se dice, las comunidades indígenas lo eran solo jurídicamente, pues
estaban divididas de hecho, aunque sin deslindes, entre los ocupantes, lo que
ocasionó continuos problemas entre ellos y favoreció la introducción de no
indígenas, así como las ventas fraudulentas de derechos. Las comisiones
radicadoras, que cambiaron su constitución en el tiempo, otorgaron 2.919
títulos de merced sobre una vasta extensión de 526.285 hectáreas, para unos
83.170 individuos. La Ley N° 4.802, de 1930, suprimió la comisión radicadora.
Ahora bien, establecidas las comunidades, correspondía, según las normas del
derecho privado, proceder a su división. A la Ley N° 4.169, de 1927, que dio
las primeras normas sobre esta materia, siguieron varias otras, así como
algunos decretos, que, según los períodos, facilitaron o restringieron la
división. La Ley N° 13.511, de 1961, prohibió la enajenación de tierras de
comunidades a personas no indígenas. Hasta la dictación de dicha Ley se habían
dividido alrededor de 800 comunidades, originándose unas 14 mil pequeñas
propiedades. Entre 1961 y 1971 se habían recibido peticiones de división de
1.362 comunidades, aunque solo se habían podido dividir 126, por la existencia
de complejos problemas entre los comuneros.
La Ley N° 17.729, de 1972, contempló dos mecanismos para la
"recuperación" de las tierras indígenas: la expropiación por utilidad
pública y la restitución. La Cora expropió algunos terrenos para los indígenas,
pero solo fueron entregados en usufructo.
Durante el Gobierno Militar prevaleció el principio de integración. Los DL N.os
2.568 y 2.695, de 1979, aceleraron el proceso de división de comunidades, en un
intento por eliminar las diferencias jurídicas entre indígenas y no indígenas,
que estaban dadas fundamentalmente por el vínculo con la tierra. Las
limitaciones para disponer de ella, que en teoría debían favorecer al indígena,
en la práctica le cerraron el acceso al crédito. Alrededor de 2.000 comunidades
fueron divididas durante ese Gobierno.
La nueva Ley de Indígenas, N° 19.253, de 1993, cambió radicalmente el enfoque,
pues busca no solo preservar los rasgos diferenciales de los indígenas, sino
acentuarlos con la aplicación de numerosas medidas de discriminación positiva.
Además, han sido incorporados a la nómina de "pueblos originarios"
algunos cuya actual existencia no puede probarse científicamente, y se dio un
giro total a la definición de indígena. Antes lo era quien probara ser
descendiente de las personas beneficiarias de un título de merced. Ahora lo son
los hijos de padre o madre indígenas; los descendientes de etnias ancestrales
que habitan en territorio nacional, siempre que tengan al menos un apellido de
ese origen, y los que posean rasgos culturales de alguna etnia indígena, como
formas de vida, costumbres o religión. En este último caso será necesario que
las personas se autoidentifiquen como tales. Pero las comunidades indígenas
(ahora son agrupaciones de personas que provienen de un mismo tronco familiar,
reconocen una jefatura tradicional o poseen o han poseído tierras indígenas, y,
con ciertos trámites burocráticos, adquieren personalidad jurídica) y las
personas naturales indígenas transfieren esta condición a la tierra y, por
tanto, convierten en indígenas las que reciban a título gratuito del Estado.
Esas tierras (art. 13) no pueden ser enajenadas, gravadas, adquiridas por prescripción,
etc., salvo entre comunidades o personas naturales indígenas. Las tierras de
comunidades no pueden ser arrendadas, dadas en comodato ni cedidas a terceros
en uso, goce o administración. Las personas naturales indígenas podrán hacer
esos contratos, pero con un plazo de 5 años. Las compras masivas de tierras por
la Conadi en los Gobiernos de la Concertación y en el recién pasado de la
Alianza de centroderecha han desgastado al erario, dando lugar, por lo común, a
campos no trabajados, sin aliviar en nada la pobreza.
La aspiración final de las comunidades más radicalizadas y violentas es la
"devolución" de un territorio en que viven más de un millón y medio
de habitantes, de los cuales menos de un tercio tiene algún origen mapuche por
el mestizaje imperante, y ciertamente una minoría aún más pequeña es aquella
que "tira piedras al Estado", según expresara a nuestro diario el Intendente
Huenchumilla, quien aparece empeñado en una solución global no enunciada sino
en tres características centrales: compra de tierras, proyecto de desarrollo
sustentable y participación política. Se trata, sin duda, de una autoridad que
ha ocupado altas y delicadas responsabilidades en el pasado: Diputado, Ministro
político en La Moneda, y Alcalde de Temuco. Se la comparta o no, su visión
merece respeto, y en su momento habrá de evaluarse, pero ya a la luz del mérito
de la solución que él mismo formule. Entretanto, hay el deber de prevenir sobre
su señal confusa para el resto del país en cuanto al respeto al derecho de propiedad
-una escritura pagada que no vale nada esgrimida frente al conflicto político-;
y luego, su más que discutible paralelo entre el conflicto indígena y los
conflictos planteados por Perú y Bolivia en La Haya, ya que este Tribunal
internacional debe sentenciar de acuerdo a derecho, lo que incumplió burdamente
en el caso del litigio con Perú.