Quiero mi plebiscito ahora,
por Daniel Mansuy.
Agitar la ilusión del plebiscito como si éste pudiera ahorrarles el trabajo a los políticos es un error y una irresponsabilidad.
Entre las múltiples y exóticas exigencias del movimiento estudiantil, hay una que merece ser discutida en serio: la de organizar un plebiscito que permitiría a la ciudadanía zanjar una discusión que se ha ido estirando como chicle barato. Después de todo, ¿por qué no darles la palabra directamente a los chilenos si los llamados a encauzar la deliberación pública se han mostrado incapaces de dialogar? ¿Escuchar directamente la voz del pueblo no es acaso la esencia misma de la democracia?
Aunque todo esto es cierto, no hay que olvidar tan rápido que la democracia representativa fue pensada justamente para intentar resolver las dificultades de la democracia directa, y que en esta empresa participaron algunas de las cabezas más brillantes de la modernidad. Por cierto, la representación tiene incontables defectos, y basta acercarse a la despiadada pluma de Rousseau para conocerlos en detalle. Empero, se trata de un régimen que permite organizarse democráticamente de modo civilizado, y hay que tomar bien el peso del fenómeno antes de criticarlo a la ligera. El conflicto educacional ilustra bien la dificultad, pues es evidente (lo decía Carlos Concha en estas mismas páginas) que estamos muy lejos de siquiera concordar en las preguntas a formular. Es un poco infantil pretender que nuestros problemas en educación puedan reducirse a preguntas de sí o no; y precisamente porque la cuestión es harto más complicada es que tenemos políticos y parlamentarios. Dicho de otro modo: si plebiscito queremos, tenemos que partir por entender que no es un instrumento mágico: una consulta no mejorará la calidad de la educación y, para peor, tampoco nos eximirá del deber (ni de la necesidad) de alcanzar acuerdos -y ya sería tiempo que los líderes de la Concertación (si es que todavía los hay) lo vayan entendiendo-. En ese sentido, agitar la ilusión del plebiscito como si éste pudiera ahorrarles el trabajo a los políticos no es sólo un error conceptual: es también una irresponsabilidad mayúscula.
Ahora bien, en el fondo de la discusión, ampliar las posibilidades de plebiscito no es una mala idea: le daría oxígeno a un sistema cerrado sobre sí mismo y podría revitalizar nuestra alicaída discusión pública. Pero es un debate que debe realizarse con altura de miras, y al margen del conflicto estudiantil, pues si el plebiscito puede ser un buen instrumento, también puede ser uno muy peligroso si está mal diseñado. Los sistemas políticos son más precarios de lo que parecen, y un cambio de esta naturaleza merece una reflexión profunda que permita calibrar sus alcances. La ironía reside en que esa discusión sólo podría ver la luz si existe voluntad de dialogar: el plebiscito no puede imponerse por plebiscito. Muchos de los que abogan por darles la palabra a los chilenos lo hacen degradando las condiciones para que algo así sea posible, que son justamente las condiciones de la política democrática. Por paradójico que parezca, el plebiscito supone que queremos crear cosas comunes, que queremos hacer política, y sólo encuentra sentido en una lógica de ese tipo. No obstante, todo indica que ya son demasiados los actores que han perdido la confianza en las reglas intangibles de la política, y ese problema, que es el problema central, no lo resuelve ni uno ni varios plebiscitos.
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