Keiko, ¡uf, qué asco!
LEÓN BARRÉ, académico de la UNAM.
¿Qué ocurrirá en los ambientes políticos y académicos “sofisticados” de América Latina si gana Keiko en Perú? Difícil respuesta. Sin embargo, debemos coincidir en que, por influencia del progresismo, no se está preparado para digerir tamaña bomba.
Sí, bomba. Bomba política.
La victoria de Keiko Fujimori constituirá uno de los hechos más relevantes en la historia política latinoamericana de las últimas décadas. No sólo porque puede ser la primera mujer peruana en llegar a tan alta magistratura y, de paso co-protagonizaría un hecho inédito en la evolución política de la región cual es que tres países tengan simultáneamente a una mujer como jefe de Estado, sino que además, obligará a los peruanos a confrontarse con su propio pasado reciente y al mundo en general, especialmente al de la academia y el de los tomadores de decisión, a mirar con más cautela -ex ante- los procesos políticos nacionales. Luego del golpe post-traumático que significará su triunfo, asistiremos a una disminución de las generalizaciones, a una suerte de modestia en las disquisiciones y los análisis. Por cierto que no se trata de defender a alguien tan indefendible como Montesinos, pero a todas luces, el éxito de los hijos de Fujimori en la política peruana actual, es un indicativo que ha habido algo más que apresuramiento y exageración en evaluar de forma negativa el gobierno de Alberto Fujimori.
En efecto, el éxito de estos vástagos debe ser visto en dos dimensiones. En primer lugar, desde una óptica general, encarnada en la postulación de Keiko a la presidencia y que habla de un algo inasible respecto a Fujimori padre. Un algo que engarza con recuerdos que van más allá de los montesinos y las Cantutas. Si Keiko ha llegado hasta la segunda vuelta, inclusive si hubiese resultado tercera y hoy estuviera ante la disyuntiva de endilgarle sus votos a alguien, ya deberíamos hablar de proeza. De lo contrario correspondería sostener que las masas son una tropa de imbéciles, necesitados de un progresista, lleno de virtudes cívicas, señalador del camino virtuoso. A decir verdad no sólo los progresistas tienen ese sueño ilustrado, nos recuerda Sloterdijk. Viendo el caso peruano, baste recordar el inconcebible apoyo de Vargas Llosa al etnocacerista (¿lo creerá domesticable?) En segundo lugar, y en un plano más particular, está el éxito del otro hijo, de Kenji. Pocos medios latinoamericanos han querido reparar en un hecho extraordinariamente indicativo, que fue la primera mayoría entre los candidatos a parlamentario, algo que Keiko ya había conseguido en 2006, inmersa en una gélida indiferencia del mundo “sofisticado”. Y, a mayor abundamiento, vale la pena recordar que, Kenji, a diferencia de su hermana, hizo su campaña con una foto del padre y lo visitó a diario en su prisión (sí, a diario). La victoria de Kenji habla de una dimensión distinta a la de Keiko, representando la voluntad fujimorista; un elemento enteramente nuevo en la política latinoamericana. Una voluntad expresada en votos y que se plasma en una singular fuerza política en proceso de cohesión.
Este avance fujimorista debiera conducir a que nos preguntemos sobre la historia política latinoamericana, a dejar de lado los lamentos y ver dónde están las fallas que impiden una efectiva modernización de las políticas públicas y acercarnos más al modelo dahliano. Concordaremos que ningún país de la región podrá aspirar al desarrollo efectivo si sigue considerando que la fuente básica de la lealtad en los asuntos públicos está en la familia. En tal sentido, no nos debiera pasar inadvertido que en esta región del mundo somos verdaderos adictos al populismo y que, en ese marco, hemos producido la mayor cantidad de anomalías políticas de los tiempos recientes. Muchas sencillamente inverosímiles. Como la de aquel patagón que promovió a su esposa y le entregó el mando de la nación a ella. Una fórmula fantástica aprovechada por otro caudillo, esta vez en Centroamérica, quien le añadió un ingrediente de telenovela, el divorcio, para hacer viable este lucrativo negocio de seguir en el gobierno. O ese otro de la islita de la libertad, donde el Presidente de facto desde hace 50 años (para darse cuenta de lo que esto significa es como si en Chile todavía gobernara Jorge Alessandri) se enfermó y no encontró nada mejor que dejarle el negocio a su hermano. O bien en otro, aquel que cuelga hacia el Atlántico, donde un decrépito ex guerrillero lidera el ejecutivo, mientras su digna esposa (o compañera, para respetarle sus códigos) encabeza el legislativo. Ejemplos de anomalías, hemos producido a raudales.
Debemos convenir en que hijos que devengan en Presidentes es más común, y no sólo en América Latina. Sin embargo, lo de Keiko tiene matices propios, diferentes de los señalados.
Por un lado, su victoria tiene horrorizados a todos aquellos intelectuales y políticos que presumen de “sofisticados” y ven en ella a alguien excesivamente plebeya. Otro matiz, relacionado con el anterior, es que su victoria está anulando las diatribas que le ha lanzado la gauche caviar, esa que reparte prestigios y defectos por doquier, y que se muestra altiva e intolerante cuando algo se sale de sus previsiones. Y luego, el matiz más fundamental es la des-personalización del fujimorismo. Es decir, mientras la figura de Alberto Fujimori en tanto individuo se extingue, empieza a nacer, de la mano de sus hijos, una expresión política que parece llegar para quedarse por un buen tiempo.
¿Y qué es este fujimorismo?
A diferencia de las innumerables expresiones populistas latinoamericanas, el fujimorismo tiene trazos distintos. No es Goulart, ni Velasco Ibarra, no es Luis Echeverría ni López Portillo. Es decir, no es un populismo centrado en el caudillo. Es una representación. Y en eso conecta más con el peronismo. Este último -calificado de forma muy asertiva como una manera de hacer las cosas, a veces anti-estética, medio amorfa y con sentido plástico, pero, ante todo, acorde a la idiosincrasia nacional y a las realidades específicas de las elites- es lo más parecido a este fujimorismo. Si así no lo fuera, sencillamente no habría llegado donde está. Parecerá una definición trivial o subjetiva, pero quien conozca de la praxis peronista y fujimorista deberá coincidir en que ambas corresponden a una conducta despegada de los partidos tradicionales y sus ideas sustentadoras, y que las dos han conseguido enhebrar un discurso (un relato, dirían los analistas políticos chilenos) basado en la eficiencia sectorial a secas (construir un camino, instalar un policlínico, firmar un acuerdo, resolver X o Z) bajo la premisa de que los problemas son simples ecuaciones.
Perón no tuvo hijos, pero la saga política fue continuada por su viuda Estelita, por los López Rega, por los Montoneros y todo ese maremagnum de opiniones, corrientes y sensaciones (contradictorias) que viven en el alma de los argentinos y que es tan difícil de entender para los extranjeros. ¿Cómo puede ser posible que la figura de Perón perviva en la epidermis y el corazón de gentes tan disímiles como Menem y los Kirchner, o de Duhalde y de las Madres de la plaza de Mayo, de millonarios y xeneizes?
La saga de los Fujimori parece inclinarse por ese derrotero. Aunando gentes sencillas receptores de más de alguna dádiva (que nunca nadie antes se las dio), hombres de negocios que desean convicción en el modelo elegido, esa difusa clase media aspiracional que desea estabilidad, esos políticos y militares que procuran ambientes medianamente predecibles en el agitado entorno vecinal. ¿Qué más se podría pedir?
Los hijos tendrán como desafío darle cohesión y expresividad a esta fuerza tan heterogénea. También deberán demostrar algún compromiso con la idea de que aunque orden político y democracia no vayan necesariamente de la mano, su convergencia sí contribuye a la estabilidad en el mundo de hoy. No nos debiera extrañar que el fujimorismo se instale como el eje central del próximo período ante tanta dispersión y atomización de partidos. Es este símil con el peronismo lo que hace explicable que detrás de Keiko hoy aparezcan figuras de todos los sectores y que le dan verosimilitud a su avance en las encuestas.
Como solía exclamar el ex Presidente chileno, Ricardo Lagos, ¡qué duda cabe! El mundo “sofisticado” deberá irse preparando para un veredicto tan poco agradable como será el triunfo de Keiko. Una señora K diferente a la de allende los Andes, menos exquisita, menos caviar gauche.
¡Uf, qué asco!
Tomado de El Montrador del 1 de junio
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